Durante los preparativos para la intervención en Irak resultaba curioso comprobar hasta qué punto se asemejaba la opinión pública de cada país europeo. Esta similaridad se hizo evidente al margen de las posturas contradictorias de los Gobiernos, los ciudadanos españoles e italianos compartían la opinión de los alemanes y los franceses, e incluso los británicos mostraban una débil adhesión a la causa de la guerra. La crisis ponía pues en evidencia una brecha existente desde hacía ya algún tiempo, el gran contraste entre los desacuerdos de los políticos y el fácil entendimiento de los ciudadanos. Los primeros, cuando debaten sobre las instituciones europeas, dan la impresión de que lo que pretenden por encima de todo es no perder ninguna parcela del poder. Los segundos, sobre todo cuando son jóvenes, cruzan las fronteras sin darse cuenta, pasan con gran facilidad de una capital a otra y les parece de lo más natural sentarse a la mesa entre una finlandesa, una griega, un danés y un austríaco. Los programas Erasmus, pensados para que los estudiantes europeos puedan estudiar fuera de su país de origen, han contribuido en los últimos años a la difusión de esta sensibilidad europea, dice el filósofo e historiador Tzvetan Todorov.
Los países europeos, todos ellos, son herederos de una civilización que se estableció en el continente hace más de veinticinco siglos, en Grecia y posteriormente en Roma. Todos están marcados por la religión cristiana. Todos se han beneficiado de un desarrollo tecnológico común. El continente europeo tiene una característica singular. Desde hace poco, es inconcebible que haya una guerra entre los países que lo constituyen. Este hecho es único en la historia universal.
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