A nadie le gustan las implicaciones morales del capitalismo y nadie cree que sea completamente justo el modo en que se distribuyen los beneficios en él. Se puede argumentar que los esquemas socialistas de distribución son más justos en un sentido moral. El problema principal que tienen es que no funcionan, dice Francis Fukuyama. Esto último no es algo que se puede determinar teóricamente o a priori. Joseph Schumpeter escribía en 1943 que no había ninguna razón por la cual la organización económica socialista no pudiera ser tan eficiente como el capitalismo. Rechazó las advertencias de Hayek y von Mises de que las juntas centrales de planificación tendrían que afrontar problemas de una complejidad inmanejable, subestimó gravemente la importancia de los incentivos que motivan a las personas a
producir e innovar, y predijo sin acierto que la planificación centralizada reduciría la incertidumbre económica. Nada de esto se hubiera podido comprobar sin la experiencia de las sociedades socialistas en el mundo real que intentaron sin éxito organizar sus economías conforme a principios socialistas. Si la Unión Soviética hubiera entrado en una era de crecimiento con dos dígitos en las décadas de 1970 y 1980, y Europa y Estados Unidos se hubieran estancado, nuestras ideas de los méritos normativos respectivos del capitalismo y del socialismo hubieran sido muy diferentes. Por tanto, el argumento normativo depende obvia y crucialmente de la evidencia empírica. El aserto normativo de que la democracia liberal es el mejor régimen disponible depende entonces no solo de la creencia en la idoneidad de sus instituciones políticas y morales, sino también de la verificación empírica de su viabilidad.
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