El turista llega, ve los monumentos, y cuando lo ha visto todo, se marcha. El no-turista se queda atrás y formula preguntas.
El lujo es el enemigo de la observación, un capricho caro que genera tal bienestar que impide fijarse en nada. El lujo malacostumbra e infantiliza, y hace de pantalla frente al mundo. Ése es su propósito, y la razón por la que los cruceros de lujo y los grandes hoteles se llenan de cretinos que, cuando expresan una opinión, parecen venidos de otro planeta. Decía un escritor de viajes que uno de los mayores incordios de viajar con gente adinerada, aparte del hecho de que los ricos nunca escuchen, es su constante queja sobre lo caro que está todo.
Ningún medio de transporte invita más a la observación detallada que el tren. No existe la literatura de los viajes en avión, tampoco hay demasiados ejemplos de textos sobre una ruta de autobús, y los cruceros inspiran comentarios sociales y poco más. Decía William Gaddis que los trenes no parten, se ponen en camino, y se mueven siguiendo un ritmo que da relieve al paisaje y agranda la tierra que surcan.
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