La omnipotencia divina significa un poder capaz de hacer todo lo intrínsecamente posible, no lo intrínsecamente imposible. Podemos atribuir milagros a Dios, pero no debemos imputarle desatinos. Eso no significa poner límites a Su poder. Para Dios, dice Lewis, son posibles todas las cosas, pues lo intrínsecamente imposible no es una cosa, sino una no entidad. Realizar dos alternativas que se excluyen mutuamente no es más posible para Dios que para la más débil de Sus criaturas. Y ello no porque su poder encuentre obstáculo alguno, sino porque un sinsentido no deja de ser sinsentido por ponerlo en relación con Dios.
Tal vez, continua Lewis, fuera posible imaginar un mundo en el que Dios corrigiera los continuos abusos cometidos por el libre albedrío de Sus criaturas, de suerte que la viga de madera se tornara suave hierba al emplearla como arma, o que el aire se negara a obedecer cuando intentáramos emitir ondas sonoras portadoras de mentiras e insultos. En un mundo así sería imposible cometer acciones erróneas, pero eso supondría anular la libertad de la voluntad. Más aún, continua Lewis, si lleváramos el principio hasta sus últimas consecuencias, resultarían imposible los malos pensamientos, pues la masa cerebral utilizada para pensar
se negaría a cumplir su función cuando intentáramos concebirlos. La materia cercana a un hombre malvado estaría expuesta a sufrir alteraciones imprevisibles. Una de las convicciones más arraigadas de la fe cristiana es la creencia en el poder que Dios posee (ejercido en ocasiones) de modificar el comportamiento de la materia y realizar los llamados milagros. La genuina concepción de un mundo común y estable exige, no obstante, que las ocasiones señaladas sean extraordinariamente infrecuentes.
Si tratáramos de excluir el sufrimiento, o la posibilidad del sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma.
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