La idea de que en la guerra hay reglas y que los combatientes se matan entre sí de acuerdo con unos conceptos básicos de justicia se enterró para siempre, probablemente, con la ametralladora. No es extraño que un solo hombre armado con una ametralladora pueda rechazar a todo un batallón, al menos por un tiempo; esto también altera toda la ecuación de lo que significa ser valiente en combate. En la primera guerra mundial, cuando se generalizó el uso de las armas automáticas, era habitual que, tras conquistar una posición enemiga, se ejecutara a los artilleros que las manejaban por toda la muerte que sembraban, en cambio, a menudo se perdonaba la vida a la infantería regular, de la que se pensaba que luchaba limpiamente.
Las ametralladoras obligaron a la infantería a dispersarse, camuflarse y luchar en unidades menores e independientes. Todo esto favorecía el sigilo, más que el honor, y la lealtad al pelotón, más que la obediencia ciega. En una guerra de esta naturaleza, los soldados gravitan hacia lo que funciona mejor con el menor riesgo. En este punto, la batalla deja de ser un grandioso juego de ajedrez entre generales y se convierte en un experimento de matanza pura y sin freno, escribe Junger. Como resultado, buena parte de la táctica militar moderna se dirige a desplazar al enemigo hasta una posición en la que, esencialmente, se lo pueda masacrar
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