sábado, 4 de marzo de 2017

El comercio de esclavos ha tenido consecuencias desastrosas en el terreno psicológico para los africanos.

El comercio de esclavos ha tenido consecuencias desastrosas en el terreno psicológico para los africanos. Envenenó las relaciones personales entre los habitantes de África, les inyectó odio y multiplicó las guerras. Los más fuertes intentaban inmovilizar a los más débiles para venderlos en el mercado, los reyes comerciaban con sus súbditos; los vencedores, con los vencidos; y los tribunales, con los condenados. Semejante comercio marcó la psique del africano con el estigma tal vez más profundo, doloroso y duradero: el complejo de inferioridad. 


Yo, el negro, no soy sino aquel que el comerciante blanco, invasor y verdugo, puede raptarme en mi casa o terruño, encadenarme, meterme en la bodega de un barco, exponerme como mercancía y más tarde obligarme a latigazos a hacer los trabajos más duros día y noche. La ideología de los comerciantes de esclavos se basaba en el principio de que el negro era un nohombre; que la humanidad se dividía entre hombres y subhombres y que con estos últimos se podía hacer lo que a uno le viniese en gana, y lo mejor: aprovecharse de su trabajo y luego eliminarlos, cuenta Ryszard Kapuściński. En las notas y los
Ryszard Kapuściński
apuntes de estos comerciantes está expuesta toda la ideología ulterior del racismo y totalitarismo con toda su tesis vertebradora: que el otro es el enemigo, más aún, es un nohombre. Toda esta filosofía de desprecio y odio obsesivos, de vileza y salvajismo, antes de inspirar la construcción de Kolymá y Auschwitz, hacía siglos que había sido formulada y escrita por los capitanes del Martha y el Progresso, el Mary Ann o el Rainbow, cuando al mirar desde sus cabinas por el ojo de buey hacia los palmerales y las playas incandescentes, aguardaban a bordo de sus barcos, atracados en las islas de Sherbro, Kwale o Zanzíbar, el cargamento de turno de esclavos negros. 
Zanzibar. Stone Town
En este comercio, Zanzíbar se revela como una estrella negra y triste, una dirección nefasta, una isla maldita. Durante años, más aún, durante siglos enteros, se dirigen hacia ella caravanas de esclavos recién atrapados en el interior del continente, en el Congo y Malawi, en Zambia, Uganda y Sudán. A menudo atados con cuerdas para que no se escapen, sirven al mismo tiempo como porteadores, llevando al puerto, a los barcos, mercancías muy preciadas; a saber, toneladas de marfil, de aceite de palmera, pieles de animales salvajes, piedras preciosas, ébano. 

Trasladados de tierra firme a la isla a bordo de barcazas, son expuestos en el mercado como un producto cualquiera. El abanico de precios es muy amplio: desde el dólar por un niño hasta los doce por una muchacha joven y hermosa. Bastante caro, habida cuenta de que en Senegambia los
Senegambia
portugueses obtienen doce esclavos por un caballo. Luego, los más sanos y fuertes son obligados a latigazos a correr de Mkunazini al puerto: no está lejos, unos cientos de metros. Desde aquí saldrán con rumbo a América u Oriente Medio a bordo de barcos destinados al transporte de esclavos. Cuando cesa la actividad del mercado, a los muy enfermos, por los que nadie ha querido ofrecer ni tan sólo cuatro céntimos, los arrojan a la pedregosa orilla. Allí los devoran furiosas manadas de perros salvajes. Los que con el tiempo consiguen sanar y recuperar las fuerzas se quedarán en Zanzíbar y, como esclavos, trabajarán para los árabes, dueños de grandes plantaciones de claveros y cocoteros.

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