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George Steiner |
En "Presencias reales" George Steiner afirma que vivimos en la era de la caída de la gracia del hombre. Mientras Pol Pot enterraba vivos, literalmente, a cien mil hombres, mujeres y niños en Camboya, nadie movió un dedo. A pesar de estar al corriente, Inglaterra vendía armas a los jemeres rojos. En la época de Auschwitz no se sabía lo que estaba pasando, o muy pocos lo sabían. Realmente muy muy pocos. Pero entonces todos lo sabían, podía verse en la televisión todas las noches. En ese mundo, el mundo de un hombre que ha construido y estandarizado Auschwitz y el Gulag imagínese, (las víctimas de Stalin y Lenin se estiman en setenta millones), el umbral de lo humano, el mínimo que implica el hecho de ser hombre, ha bajado, ha bajado muchísimo.
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Gulag |
Como prueba, dice Steiner, me limito a esta sencilla constatación; no hay ninguna información de una nueva atrocidad, que aparezca en la televisión o en la radio, que no nos creeríamos. Es algo totalmente nuevo. Y puede demostrarse. Cuando contaban que los alemanes, en 1914 y 1915, habían cortado las manos a los belgas, una semana más tarde se sabía que era mentira, que era una broma pesada de la propaganda. Seguro que hay muchos otros ejemplos. Hoy ya no habría nada que la gente no se creería. Es posible que una atrocidad acabara siendo falsa; eso es otra cosa. Pero a priori diríamos: “¡Vaya! Sí… Y mañana será peor”. Por no hablar de nuestro papel en Ruanda, y en tantos otros sitios… En Indonesia hay una masacre todos los días; en Birmania, la situación de niños, hombres y mujeres es terrible. Hay más niños esclavos en la actualidad que en
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Niños esclavos. |
ningún otro periodo de la humanidad. Cientos de millones de niños pequeños, de nueve o diez años, trabajan catorce horas al día en fábricas chinas, pakistaníes o indias. Pero nadie mueve un dedo. Eso es lo que quiero decir con: “bajar el umbral” de lo que significa ser humano. Esa barbarie inscrita en el hombre fue el tema de mi primer ensayo. Tenía dieciocho años, me parece. Sobre el triste milagro, se llamaba. Por la noche tocan Schubert, cantan Mozart, y por la mañana torturan en Auschwitz, en Bergen-Belsen o en Majdanek. Al principio no comprendía, pedí ayuda para comprender; traté de estudiar todas las respuestas a la cuestión. El pragmatismo inglés, ese sentido común algo brutal, un poco ingenuo pero muy sano, dice que todo ser humano puede convertirse en un verdugo muy deprisa. Para empezar, no estoy seguro, aunque hay experimentos que parecen confirmarlo. Además, ¿estamos seguros de que se trata del mismo ser humano que toca Schubert la víspera?
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Campos de Stalin. |
Sólo sé una cosa, añade Steiner, los campos de exterminio, los campos de Stalin y las grandes masacres no han venido del desierto del Gobi; se deben a la alta civilización rusa y europea, se deben al centro mismo de nuestros mayores logros artísticos y filosóficos; y las humanidades no han ofrecido resistencia. Al contrario, hay muchos casos de grandes artistas que han colaborado, alegremente, con lo inhumano.
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El GULAG albergaba tanto a criminales como a prisioneros políticos |
Y añade Steiner, uno podía esperar que el jardín de Goethe no estuviera al lado del campo de Buchenwald; pero salimos del jardín de Goethe y nos encontramos en el campo de concentración. Uno podía esperar que los grandes músicos se hubieran negado a tocar, diciendo: “No. No puedo tocar Debussy mientras oigo los gritos de los que mueren de sed y de hambre camino de Dachau (precisamente lo que hizo Gieseking en Múnich)”. Pero no, hubo toda una serie de conciertos aparentemente fascinantes, llenos de belleza y profundidad musical. Hay una gran ocurrencia de Picasso. Se acuerda usted del oficial alemán que visita su estudio, durante la ocupación, ve el Guernica y le dice: “¿Eso lo ha hecho usted? — No, ¡lo hicieron ustedes!”. Es una salida estupenda. Pero se trata del mismo Picasso que defiende a Stalin en un momento en el que el horror del Gulag y de las masacres estalinistas era innegable. Así pues, para la gente sencilla como yo, es mejor tratar de escuchar, de aclarar las cosas, sin tener la arrogancia moral de declarar: “¡He aquí la respuesta! ¡Lo tengo!”. Al final de mi vida sólo puedo decir: “No, no lo he comprendido”, termina por decir el profesor.
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