La Comunidad nació más bien como resultado del desastre común de la Segunda Guerra Mundial, esa catástrofe que dejó a todos los estados-nación, desde los Pirineos al Mar del Norte, destrozados por la derrota y la ocupación. Las antiguas instituciones se encontraban sumidas en las simas de la impotencia y el descrédito, y había que construir una estructura relativamente nueva una vez reanudada la paz. Según Milward, después de la guerra, por primera vez, los estados de la Europa occidental integraron plenamente en la nación política a los agricultores, obreros y pequeños burgueses con ayuda de una serie de medidas destinadas a favorecer el crecimiento, el empleo y el bienestar, y por eso contaban con una base social mucho más amplia que la de sus predecesores, limitada y precaria. El éxito inesperado de estas políticas favoreció un segundo tipo de ampliación; la cooperación interestatal. Moralmente rehabilitados dentro de sus propias fronteras, seis estados-nación del continente descubrieron que podían fortalecerse todavía más si compartían determinados elementos de soberanía que les beneficiaran a todos. Uno de los elementos centrales de este proceso fue el impulso magnético que el mercado alemán ejerció desde el principio, en el sector de la exportación, sobre las economías de los otros cinco países, a lo que se añadió el atractivo que para Alemania representaba un acceso más fácil al mercado francés y al italiano, y los beneficios eventuales que podía obtener de determinados intereses concretos, como el carbón belga o la agricultura holandesa. La Comunidad Económica Europea, a juicio de Milward, fue en esencia, el fruto de los cálculos autónomos de los distintos estados nacionales, que pensaban que la prosperidad en la que se basaba su legitimidad doméstica podía mejorar gracias a una unión de aduanas.
El monumento "Homenaje a los Padres Fundadores de Europa" |
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