Los críticos de la democracia occidental tienen razón al discernir que algo falla en nuestras instituciones políticas. El síntoma más evidente del malestar son las enormes deudas que hemos acumulado en las décadas recientes, y de las que (a diferencia del pasado) no podemos culpar en gran parte a las guerras. Lo esencial del asunto es el modo en que la deuda pública permite a la generación actual de votantes vivir a expensas de los que todavía son demasiado jóvenes para votar o aún no han nacido. Esas increíbles cifras no representan otra cosa que una vasta demanda planteada por la generación actualmente jubilada o a punto de jubilarse a sus hijos y nietos, a quienes la ley actual obliga a encontrar el dinero necesario en el futuro, sometiéndose o bien a sustanciales subidas de impuestos, o bien a drásticos recortes en otras partidas del gasto público.
Hoy, dice el profesor Niall Ferguson, las democracias occidentales desempeñan un papel tan importante en la redistribución de la renta que los políticos que abogan por recortar el gasto casi siempre tropiezan con la bien organizada oposición de uno de estos dos grupos, o de ambos; los receptores de salarios del sector público y los receptores de prestaciones públicas. La experiencia parece indicar que cualquier gobierno que trata con seriedad de reducir su déficit estructural termina expulsado del poder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario