Miguel Angel |
Miguel Angel estuvo solo. Odió; fue odiado. Amó; no fue amado. Se le admiraba y se le temía. Por último inspiró un respeto religioso, dominaba su siglo. Entonces se apacigua algún tanto. Ve a los hombres desde arriba; los hombres le contemplan desde abajo. Pero nunca se confunde con ellos. Jamás el sosiego, la calma gustosa que disfruta el ser más humilde; poder en un instante de su vida reposar en un afecto humano. No le fue dado el amor de una mujer. Sólo un instante luce en su cielo desierto la estrella fría y pura de la amistad de Vittoria Colonna. Todo en torno, la noche, rasgada por los ardientes meteoros de su pensamiento, sus deseos, sus sueños delirantes. Beethoven no conoció nunca noche tan cerrada. Y es que aquella noche estaba en el mismo corazón de Miguel Ángel. Beethoven fue triste por culpa del mundo, él era naturalmente jubiloso, aspiraba a la alegría. Miguel Ángel tenía dentro de sí la tristeza que asusta y aleja a los hombres. Hacía el vacío en torno suyo. Y no era esto todo. Lo peor no era estar solo. Lo peor era estar solo consigo, y no poder vivir consigo, no ser dueño de sí, renegarse, combatirse, destruirse a sí mismo. Su genio había emparejado con un alma que le traicionaba. Se suele hablar de la fatalidad que se encarnizó con él y le impidió realizar algunos de sus grandes designios. La tal fatalidad lo fue él mismo. La clave de sus desventuras, lo que explica íntegramente la tragedia de su vida,y lo que menos se ha visto o menos se ha osado ver, en su falta de voluntad y su flaqueza de carácter. Era irresoluto en arte, en política, en todos sus actos, en todos sus pensamientos. Entre dos obras, dos proyectos, dos soluciones, no acertaba a decidirse a escoger. La historia del monumento de Julio II, o de la fachada de San Lorenzo o de los sepulcros de los Médicis, son otras tantas pruebas. Comenzaba, comenzaba, no llegaba al término. Quería y no quería. Apenas se había decidido le asaltaba la duda. En sus últimos años no acababa nada, se hastiaba de todo. Se alega que sus tareas le eran impuestas, se intenta atribuir a sus amos la responsabilidad de aquel perpetuo fluctuar de uno a otro proyecto, olvidando que sus amos no tenían medio alguno de imponérselos si él hubiese resuelto resistir. Pero no se atrevía. Era débil. Lo era en todos los sentidos, por virtud y por timidez. Lo era por conciencia. Se atormentaba con mil escrúpulos que un carácter más enérgico hubiera desechado. Creíase, siguiendo un sentido exagerado de su responsabilidad, en el caso de emprender tareas mediocres que cualquier contramaestre hubiera realizado en su lugar y mejor que él. Ni sabía cumplir sus compromisos, ni olvidarlos. Era débil por prudencia y por temor. El mismo hombre al que Julio II llamaba “el terrible”, era calificado por Vasari de “prudente”, demasiado prudente y el que “atemorizaba a todos, incluso a los Papas” por todos se sentía atemorizado. Era débil con los príncipes, y, sin embargo, ¿quién más que él despreciaba a los débiles con los príncipes, a “los asnos albardados de los príncipes”, como él los llamaba?. Se proponía alejarse de los Papas y permanecía a su lado y los obedecía. Soportaba cartas injuriosas de sus amos y les contestaba humildemente. A veces se rebelaba, hablaba altivamente, pero acababa cediendo. Luchó hasta su muerte sin fuerzas para luchar. Clemente VII, que, contra la opinión más general, fue de todos los Papas el más bondadoso con él, conocía su endeblez y tenía compasión de ella. Cuando amaba perdía toda dignidad. Se humillaba ante bellacos como Febo di Poggio. Calificaba de “genio potente” a un sujeto desagradable, pero adocenado como Tommaso de’ Cavalieri.
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