El viejo desdén hacia el esclavo, despreciado porque únicamente servía a las necesidades de la vida y se sometía a la coacción de su amo porque a toda costa deseaba seguir vivo, no pudo mantenerse en la era cristiana. Ya no cabía despreciar, como hizo Platón, al esclavo por someterse a un dueño en vez de suicidarse, ya que conservar la vida bajo cualquier circunstancia se había convertido en un deber sagrado, y el suicidio se consideraba peor que el asesinato. No se le negaba el entierro cristiano al asesino, sino a quien había puesto fin a su propia vida. El énfasis cristiano en la sacralidad de la vida es parte integrante de la herencia hebrea, escribe la escritora judía Hannah Arendt.
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