Matanza de Paracuellos |
Las ejecuciones masivas de Paracuellos fueron el resultado de una colaboración contra natura entre los comunistas ansiosos de conseguir nuevas cotas de poder y los anarquistas partidarios de cualquier estrategia que primara la subversión social. Una trágica coincidencia táctica que provocó una de las peores fracturas de la guerra civil. La cobertura legal de las acciones terroristas cometidas por milicias, tribunales, juntas y organismos de toda índole se dilatará todavía hasta los primeros meses de 1937. Paradójicamente, la llegada al poder de Juan Negrín, avalado por el sector prietista del PSOE y por los comunistas, pondrá punto final a la impunidad de las acciones revolucionarias que habían sembrado el terror en la retaguardia republicana. En este sentido, el relevo del anarquista García Oliver en la cartera de Justicia por el nacionalista católico Manuel de Irujo ya fue un síntoma evidente de la voluntad de fortalecer los principios de un estado de derecho. La acción de gobierno de Negrín en ningún caso retornó el sentido democrático a la República, pero en cambio vigorizó decididamente las estructuras del Estado. Esta actitud significó un agravio a los gobiernos autonómicos de Cataluña y del País Vasco al mismo tiempo que un vasallaje humillante ante la URSS, pero también representó el retorno a un mínimo de garantías cívicas sepultadas durante diez largos meses. Diez meses que culminaron el “campeonato de las locuras” encendido en el hemiciclo a los pocos meses de proclamada la República. Diez meses de terror que abrieron las puertas a cuarenta años de dictadura. La República ya sólo era un espectro. Franco avanzaba deliberadamente despacio, Negrín calzaba zapatos mal ahormados. La guerra sería larga. Los sufrimientos aún más. Y la Iglesia, que había perdido la voz, prefirió aparejarse con el coro del franquismo.
¡Días terribles! Para amanecer el sábado, son asesinados veinte personas de Villaviciosa y trece junto al cementerio de Santianes, entre ellas los párrocos de Ribadesella y Moro. Para amanecer el domingo, son asesinadas otras nueve en el cementerio de Leces, sacadas de la cárcel de Colunga. Estas palabras forman parte de un diario escrito por Antonio Arias Hidalgo, párroco de Margolles que contaba sesenta años de edad. Después de haber permanecido escondido en un refugio optó por entregarse al comité local, que durante tres semanas lo retuvo arrestado en su domicilio. Finalmente, la noche del 4 de septiembre fue llevado a Lada, donde al cabo de meses fue hallado su cadáver en el pozo de una mina.
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