¿Cómo vamos a explicar el colapso de la dinastía? La palabra justa que hay que utilizar es precisamente colapso. Porque el régimen de los Romanov cayó bajo el peso de sus propias contradicciones internas. No fue derribado. Como en todas las revoluciones modernas, los primeros resquebrajamientos se produjeron en la cima. La revolución no empezó con el movimiento de los trabajadores, de ahí la preocupación de los historiadores izquierdistas en Occidente. Ni empezó con la ruptura de los movimientos nacionalistas en la periferia, como sucedió con el colapso del Imperio soviético que fue edificado sobre las ruinas del de los Romanov.Todo empezó con la revolución campesina por la tierra, que en algunos lugares dio inicio en fecha tan temprana como 1902, tres años antes de la revolución de 1905, y que ciertamente estaba condenada a producirse en la medida en que Rusia era una sociedad abrumadoramente campesina. Podría haberse salvado mediante una reforma. Pero ahí está el meollo del asunto. Los dos últimos zares de Rusia carecieron de voluntad para llevar a cabo una reforma real. Ciertamente, en 1905, cuando el zar fue casi desplazado del trono, se vio forzado a conceder reformas a regañadientes; pero una vez que hubo pasado la amenaza volvió a situarse al lado de los partidarios de la reacción. En lugar de abrazar la reforma se adhirieron obstinadamente a su propia visión arcaica de la autocracia. Para ellos resultó trágico que en el momento en que Rusia estaba entrando en el siglo XX intentaran hacerla regresar al siglo XVII.
La educación había reportado a Nicolás II todos los talentos y encantos de un alumno de escuela pública inglesa. Bailaba con gracia, cabalgaba con elegancia, era un muy buen tirador y destacaba en algunos otros deportes. Hablaba inglés como un profesor de Oxford, y también francés y alemán. Sus maneras eran, casi resulta innecesario decirlo, impecables. Su primo y amigo de juventud, el gran duque Alejandro, consideraba que era el hombre más educado de Europa. Pero del conocimiento práctico necesario para gobernar un país de las dimensiones de Rusia (y un país, además, en una situación prerrevolucionaria) Nicolás II no poseía casi nada. Nicolás II dio la impresión de ser incapaz de ocuparse de la tarea de regir un vasto imperio que se enfrentaba con una crisis revolucionaria creciente. Es cierto que sólo un genio podría haberse enfrentado con esa situación. Y Nicolás II, ciertamente, no era un genio. Para defender sus prerrogativas autocráticas, Nicolás II creía que necesitaba mantener a sus funcionarios en un estado de debilidad y división. Cuanto más poderoso se hacía un ministro, más celoso se sentía Nicolás de sus poderes. Primeros ministros capaces, tales como el conde Witte y Piotr Stolypin, que por sí solos podían haber salvado el régimen zarista, se vieron empujados a esta niebla de desconfianza. Sólo las mediocridades grises, tales como el Iván Goremykin, sobrevivieron durante bastante tiempo en cargos elevados. El asunto de Rasputin envenenó cada vez más las relaciones de la monarquía con la sociedad y con sus tradicionales columnas de apoyo en la corte, la burocracia, la Iglesia y el Ejército. Cuando se produjo el asesinato de Rasputin, en diciembre de 1916, la dinastía de los Romanov estaba a punto de colapsarse. Si se les hubiera permitido integrar a los campesinos en el sistema de política local, entonces quizá la antigua división entre las “dos Rusias” (según la famosa expresión de Herzen), entre la Rusia oficial y la Rusia campesina, podía haber sido disminuida, si no eliminada. Esa división definió el curso total de la revolución. Sin ninguna oportunidad en el antiguo sistema de gobierno, los campesinos no dudaron en 1917 en derribar todo el Estado, creando de esa manera un vacío político para que los bolcheviques se hicieran con el poder. El zarismo se socavó a sí mismo; pero también creó las condiciones básicas para el triunfo del bolchevismo.
*Basado en el libro La Revolución rusa (1891-1924) de Orlando Figes
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