Heridos por la experiencia del abandono, los hombres y mujeres de nuestra época sospechan que son las piezas del juego de otro. Desprotegidos ante los movimientos de los grandes jugadores, y fácilmente repudiados y destinados al cubo de la basura cuando éstos deciden que ya no les pueden sacar partido. Consciente o inconscientemente, el espectro de la exclusión ronda a los hombres y mujeres de nuestra época. Saben, como nos recuerda Hauke Brunkhorst, que ya se ha excluido a millones, y que para “los que quedan fuera del sistema funcional, sea en la India, en Brasil o en África o incluso, como sucede en la actualidad, en muchos barrios de Nueva York o de París, cualquier otro sitio pronto resultará inaccesible. Ya no se oirá su voz, con frecuencia se quedan literalmente sin habla”, escribe Hauke Brunkhorst en “Global society as the crisis of democracy”, en The Transformation of Modernity. Así que tienen miedo de que les dejen solos sin corazón tierno ni mano caritativa a la vista, y echan de menos terriblemente el calor, la comodidad y la seguridad de la convivencia. No es de extrañar que para mucha gente la promesa fundamentalista de “nacer de nuevo” en un hogar parecido a una familia, cálido y seguro, sea una tentación a la que a duras penas oponen resistencia. Podrían haber preferido algo distinto de la terapia fundamentalista, un tipo de seguridad que no exige borrar la identidad ni renunciar a la libertad de elegir, pero una seguridad así no está en oferta. El “patriotismo constitucional” no es una elección realista pero una comunidad fundamentalista se les antoja seductora en su sencillez, así que se sumergirán en su calidez de inmediato, aunque sepan que luego tienen que pagar por el placer.
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