“Al hombre que habiendo perdido al ser a quien amaba más que a nada en el mundo y al que consagraba su vida entera, se pregunte, indeciso, sin rumbo, si su vida tiene ya, ahora, algún sentido, una razón de ser. ¡Ay del hombre cuya fe en el sentido de su existencia vacile, al llegar este momento! Se quedará, si eso le sucede, sin reserva moral alguna; el hombre, en estas condiciones, se ve privado de aquellas energías espirituales que sólo es capaz de ofrecer una concepción del mundo que afirme incondicionalmente el sentido de la vida, sin necesidad de que, para ello, el hombre cobre clara conciencia en este sentido ni, mucho menos, que llegue a dar a esta conciencia una clara formulación conceptual, y se encontrará, así, desarmado para recibir, en las horas difíciles de la vida, los golpes del destino y para compensar “la fuerza” de la fatalidad con la suya propia. El hombre caerá, de este modo, en una especie de descompensación moral, verá que sus energías morales le fallan ante los embates del destino”, escribe Viktor Frankl.
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