En su informe al Departamento de Estado, fechado el 20 de abril de 1936, la embajada de Estados Unidos en Moscú hacía una clara advertencia: “El problema de las relaciones con el gobierno de la Unión Soviética es… una parte subordinada del problema planteado por el comunismo, una fe militante decidida a provocar la revolución mundial y la “liquidación” (es decir, el asesinato) de todos los no creyentes. No hay ninguna duda de que todos los partidos comunistas ortodoxos de todos los países, incluido Estados Unidos, creen en el asesinato masivo… El argumento definitivo del comunista creyente es invariablemente que todas las batallas, asesinatos y muertes repentinas, todos los espías, exiliados y pelotones de fusilamiento, están justificados”.
El joven escritor Ellery Walte informó “Conté trece trenes, cada uno con dos mil hombres, mujeres y niños, con destino a Siberia”. Cada tren, cargado con miles de seres humanos, estaba destinado a viajar cientos, a veces miles de sofocantes kilómetros hasta su oculto punto de destino. El sistema de represión se mantenía en secreto, pero se había vuelto tan grande que había constantes agujeros en el telón que lo ocultaba. Uno de los periodistas norteamericanos, William Henry Chamberlin a principios del verano de 1936 decía: “Fui a Rusia creyendo que el sistema soviético podría representar la respuesta más esperanzadora a los problemas creados por la guerra mundial y la posterior crisis económica. Me marché convencido de que el Estado absolutista soviético… es un poder de las tinieblas y del mal con pocos paralelos en la historia…. El asesinato es un hábito, más de los estados que de los individuos”.
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