Desde el final de la Guerra Fría, la mayoría de las quiebras democráticas no las han provocado generales y soldados, sino los propios gobiernos electos. Como Chávez en Venezuela, dirigentes elegidos por la población han subvertido las instituciones democráticas en Georgia, Nicaragua, Perú, Filipinas,Rusia, Sri Lanka, Turquía y Ucrania. En la actualidad, el retroceso democrático empieza en las urnas. La senda electoral hacia la desarticulación es peligrosamente engañosa. Con un golpe de Estado clásico la muerte de la democracia es inmediata y resulta evidente para todo el mundo. El palacio presidencial arde en llamas. El presidente es asesinado, encarcelado o desterrado al exilio. La Constitución se suspende o descarta. Por la vía electoral, en cambio, no ocurre nada de esto. No hay tanques en las calles. La Constitución y otras instituciones nominalmente democráticas continúan vigentes.La población sigue votando.Los autócratas electos mantienen una apariencia de democracia, a la que van destripando hasta despojarla de contenido. Muchas medidas gubernamentales que subvierten la democracia son legales, en el sentido de que las aprueban bien la asamblea legislativa o bien los tribunales. Es posible que incluso se vendan a la población como medidas para mejorar la democracia, para reforzar la eficacia del poder judicial, combatir la corrupción o incluso sanear el proceso electoral.
Una vez una persona potencialmente autoritaria llega al poder, las democracias afrontan una prueba decisiva. ¿Subvertirá el dirigente autocrático las instituciones democráticas o servirán éstas para contenerlo? Las instituciones por sí solas no bastan para poner freno a los autócratas electos. Hay que defender la Constitución, y esa defensa no sólo deben realizarla los partidos políticos y la ciudadanía organizada, sino que también debe hacerse mediante normas democráticas. Sin unas normas sólidas, los mecanismos de control y equilibrio no funcionan como los baluartes de la democracia que suponemos que son. Las instituciones se convierten en armas políticas, esgrimidas enérgicamente por quienes las controlan en contra de quienes no lo hacen. Y así es como los autócratas electos subvierten la democracia, llenando de personas afines e instrumentalizando los tribunales y otros organismos neutrales, sobornando a los medios de comunicación y al sector privado u hostigándolos a guardar silencio y reescribiendo las reglas de la política para inclinar el terreno de juego en contra del adversario. La paradoja trágica de la senda electoral hacia el autoritarismo es que los asesinos de la democracia utilizan las propias instituciones de la democracia de manera gradual, sutil e incluso legal para liquidarla.
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