En la Antigua Grecia, cuenta el profesor estadounidense de historia económica Rondo E. Cameron, los griegos carecían tanto de experiencia como de afición para hacer experimentos con los medios de producción, pues el trabajo era algo deshonroso, el estigma del sirviente. Arquímedes fue un científico genial que despreció sinceramente la aplicación de la ciencia; su única concesión a la practicidad fue el diseño de una catapulta mecánica para la defensa (fallida) de su Siracusa natal contra los romanos. Aristóteles, quien probablemente poseía el conocimiento más enciclopédico de todos los filósofos o científicos de la Antigüedad, estaba convencido de que la distinción entre amos y esclavos venía determinada biológicamente. Según él, que los esclavos trabajaran para que sus amos pudieran disponer de tiempo libre con el que desarrollar las artes de la civilización formaba parte del orden natural del universo. Y san Pablo escribió: “Amos y esclavos deben aceptar su situación actual, pues el reino de la Tierra no podría sobrevivir si unos hombres no fuesen libres y otros esclavos”. En vista de tales actitudes, no resulta sorprendente que apenas se dedicase algún pensamiento a inventar métodos para aligerar la carga del trabajo o para mejorar la situación de los siervos. Una sociedad basada en la esclavitud puede producir grandes obras de arte y literatura, pero no un crecimiento económico.
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