En los magnicidios españoles lo proverbial es que el ministro de Gobernación de turno, que ha sido incapaz de impedir un atentado, siempre sale reforzado y premiado. Así sucede con Práxedes Mateo Sagasta, incapaz de proteger al general Prim. Con Cánovas, Fernando Cos-Gayón y Pons, que murió solo unos meses después, acabó escribiendo la necrológica del presidente como su particular purgatorio y es el único que no fue ascendido. Con la muerte de Canalejas, su ministro Antonio Barroso Castillo obtuvo el Ministerio de Gracia y Justicia de manos del sucesor, Álvaro de Figueroa y Torres, primer conde de Romanones. Este, tras haber superado la prueba del algodón de su negligencia el día de la boda de Alfonso XIII, sustituyó a Canalejas en la Presidencia del Gobierno. En el caso del asesinato de Eduardo Dato, el ministro de Gobernación era Gabino Bugallal Araújo, segundo conde de Bugallal. Bugallal fue elevado a la Presidencia del Gobierno. Carlos Arias Navarro, inútil para impedir el asesinato de Carrero Blanco, fue elevado a presidente en lugar del presidente.
Perez Abellán |
El investigador, escritor y profesor universitario Francisco Pérez Abellán escribe que “el magnicidio se presenta como la solución ideal para transformar la política a la carta, engañando a la historia con la exaltación de la heroicidad de los asesinos y el olvido de la investigación. En todos los casos los asesinos actúan sin ser reprimidos. Los sicarios disparan sus trabucos, tiran a bocajarro sobre la víctima que lee el diario Época, matan mientras la víctima mira unos libros. El trío de la bencina acaba con el presidente a bordo de una moto sin que sus ruidosos ensayos previos, increíblemente espectaculares, llamen la atención, y unos palurdos de la banda ETA se transforman en ingenieros de minas capaces de colocar explosivos bajo el pavimento de Claudio Coello, a pesar de ser gente de nula capacidad técnica, por mucho que escritores de café con leche les coloquen un aura romántica. Porque eso ocurre con cierta semblanza de Argala, al que se presenta como Patroclo en Troya, con la armadura de Aquiles, subido en la escalera de mano con los hilos del detonador a punto de ser unidos, cuando hoy se cuestiona incluso que fueran necesarios cables para detonar aquel explosivo posiblemente militar, esperando que el Dodge Dart negro, blindado, llegue al Austin Martin que la banda había plantado en doble fila para obligar al chófer a pasar exactamente sobre el volcán”.
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