J.H.Newman escribió en la Carta al duque de Norfolk (1875): “En caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa, desde luego, no parece cosa muy probable, beberé “¡Por el Papa!” con mucho gusto. Pero primero “¡Por la Conciencia!”, después “¡Por el Papa!”. La primacía de la conciencia personal queda expuesta con tal claridad meridiana que ha sido recogida en la encíclica Veritatis Splendor.
En la Carta al duque de Norfolk, Newman manifiesta que “cuando los hombres invocan los derechos de la conciencia no quieren decir para nada los derechos del Creador ni los deberes de la criatura para con Él. Lo que quieren decir es el derecho de pensar, escribir, hablar y actuar de acuerdo con su juicio, su temple o su capricho, sin pensamiento alguno de Dios en absoluto… En estos tiempos, para la gran parte de la gente, el más genuino derecho y libertad de la conciencia consiste en hacer caso omiso de la conciencia”. “La conciencia es un consejero exigente, que en este siglo ha sido desbancado por un adversario. Ese adversario es el derecho del espíritu propio, la autonomía absoluta de la voluntad individual”. “La conciencia es la voz de Dios, mientras que hoy día está muy de moda considerarla, de un modo u otro, como una creación del hombre. La regla y medida del deber no es ni la utilidad, ni la conveniencia personal, ni la felicidad de la mayoría, ni la conveniencia del Estado, ni el bienestar, ni el orden y pulchrum. La conciencia no es una especie de egoísmo previsor ni un deseo de ser coherente con uno mismo; es un Mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la Gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige mediante sus representantes. La conciencia es el más genuino vicario de Cristo”. “Si no fuera por esa voz que habla tan claramente a mi conciencia y a mi corazón, yo sería ateo, panteísta o politeísta al mirar el mundo”, dice el cardenal.
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