Si a alguien debemos agradecer la transformación del concepto de democracia en su sentido actual, es a Alexis de Tocqueville, que fue el primero en obviar el significado etimológico de la palabra y que hizo que esta adquiriera un sentido más amplio, de naturaleza social, indicativo más bien de cierta noción de igualdad y de cierta propensión a la extensión generalizada de un conjunto de derechos y deberes; traducida concretamente en una igualdad de derechos ante el Estado y en una igualdad de trato ante la ley. Se trata de una democracia que tiende a eliminar los privilegios de la élite y a dar a todos las mismas oportunidades e iguales posibilidades de mejora. Y, por lo tanto, es una democracia que privilegia al individuo, como lo hace en la tradición cultural de Estados Unidos, donde está muy arraigado el principio del “hombre hecho a sí mismo”, junto con el espíritu liberal en economía. El ejemplo estadounidense, donde la democracia adopta esa nueva connotación sin precedentes que, con el tiempo, termina siendo aceptada y compartida en todo Occidente, acaba con la idea del poder opresivo de la mayoría y los temores de una falta de libertad que estaban ya presentes en tiempos de Pericles. Por un lado, somos testigos de la renuncia a la idea de un poder popular fuerte, aplastante, casi autoritario y despótico (que, en la teoría marxista, incluso se manifiesta como una fuerza revolucionaria), capaz de igualar a toda la sociedad; por el otro, se implanta una concepción más blanda de democracia, entendida en un sentido abstracto e ideal, dirigida más bien a garantizar la igualdad de derechos para todos los ciudadanos y no sólo para una mayoría. Ha sido entre este doble significado del término por donde, tras Tocqueville, se han ido moviendo los designios de los Estados occidentales, en los que se ha producido una alternancia continua en cuanto al predominio de una interpretación sobre la otra, dependiendo del momento histórico y la conveniencia política.
No hay comentarios:
Publicar un comentario