El filósofo alemán Robert Spaemann escribe que “muchos hombres piensan que la religión satisface una necesidad religiosa. Allí donde desaparece esta necesidad los hombres ya no necesitan a Dios. El que no tiene sed no necesita beber. Pero eso no es verdad. El hambre y la sed son señales subjetivas de una necesidad objetiva que sigue existiendo cuando no la percibamos por haberse deteriorado la señal. La pérdida de apetito no supone ninguna ventaja, sino que puede ser una enfermedad que lleve a la muerte”.
Es una desgracia que no tengamos sed de Dios. Se les llama bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia de Dios. Podemos matar las sed de Dios con múltiples compensaciones humanas, con entretenimientos, trabajo, ajetreo, etc. La oración es el espacio de vacío en el que dejamos surgir en nosotros, una y otra vez, el solo anhelo de Dios. Quien dice no tener necesidad de oración, dice algo más o menos igual de absurdo que un anoréxico que afirma no tener hambre del estimulante que le despierta el apetito. Solo en la oración emerge la necesidad de Dios. Solo en la oración la necesidad objetiva de Dios se convierte en un deseo subjetivo.
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