Hay dos razones obvias para este nuevo florecimiento de reivindicaciones de autonomía o de independencia, erróneamente llamadas “resurgimiento del nacionalismo” o resurrección/renacimiento de naciones. Una razón es el ferviente y desesperado, aunque desnortado, intento de encontrar protección de los aires globalizadores (a veces tan heladores y otras tan abrasadores) que los muros que se derrumban del Estado-nación ya no proporcionan. Otra es el replanteamiento del pacto tradicional entre nación y Estado, que sólo se pretende en una época de Estados debilitados que tienen cada vez menos ventajas que ofrecer a cambio de la lealtad exigida en nombre de la solidaridad nacional. Ambas razones aluden a la erosión de la soberanía estatal como factor principal, escribe el filósofo Zygmunt Bauman.
Añade Zygmunt Bauman que como para hacer que todo el planeta sea seguro (de modo que ya no necesitemos separarnos del “afuera” poco hospitalario) carecemos (o, al menos, creemos que carecemos) de herramientas adecuadas y de materias primas, delimitemos, rodeemos de una valla y fortifiquemos una parcela que sea claramente nuestra y de nadie más, una parcela en cuyo interior podamos sentir que somos los únicos e indiscutibles dueños. El Estado ya no puede alegar que tiene poder suficiente para proteger su territorio y a sus residentes. Así que la tarea que el Estado ha abandonado y tirado está en el suelo, esperando a que alguien la recoja. Cosa que no implica (en contra de una opinión muy extendida) un renacimiento, ni siquiera una venganza póstuma del nacionalismo, sino una vana aunque desesperada búsqueda de soluciones locales sustitutorias a problemas generados globalmente, en una situación en la que ya no se puede contar con la ayuda en esta materia de los organismos regidos por el Estado.
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