Para intentar adelgazar acabamos gastando más dinero que en comer. Compramos cosas que no necesitamos (ropa y cosméticos, sobre todo) porque no sabemos diferenciar entre necesidad, deseo y capricho. Nos deshacemos de ropa sin remendarla, tunearla o arreglarla, sólo porque se ha pasado de moda y porque las nuevas generaciones no saben, ya no coser, sino pegar un botón, zurcir un siete o recoser un dobladillo. Y probablemente, no se pondrían una camisa remendada, aunque luego lleven vaqueros rotos que les han costado cien euros. Hemos vivido secuestrados por el espejismo consumista y somos víctimas de un síndrome de Estocolmo brutal y colectivo. Y somos como niños sobreprotegidos que no aprenden a andar porque se han pasado el día en brazos de sus madres. Se nos ha olvidado que quien compra lo superfluo acaba por vender lo necesario, escribe Lucía Etxebarria.
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