Fundada sobre la tesis de la desigualdad biológica de las razas humanas, de la superioridad de ciertas razas sobre otras, y sobre el pretendido derecho de las razas superiores a someter, o incluso hacer desaparecer a las razas llamadas inferiores, impuras o molestas, la metafísica racista del nazismo inspiró, como se sabe, un programa de exterminio de los judíos y gitanos de Europa, de sojuzgación de los latinos y los eslavos. Lo absurdo de la teoría procede, además, entre otras pruebas, del hecho de que no existe una raza judía. El judaísmo y la judaidad (este último término ha sido introducido por Albert Memmi para designar el sentimiento de pertenecer a una tradición cultural y consuetudinaria de los judíos no religiosos) se encuentran en casi todas las razas humanas. Es cierto que la contradicción en los términos es casi una de las condiciones del sectarismo ideológico. El racismo nazi constituyó una monstruosidad bien definida, netamente localizada en el espacio y en el tiempo, una clasificación ideológica fundada sobre una obsesión por lo puro y lo impuro, que por otra parte no es ajena a la mentalidad segregativa comunista, con sus “ratas viscosas”, sus “víboras lúbricas” y otros “chacales” o “hienas”, con los que no se termina más que “liquidándolos” con las “luchas”. Del mismo modo, bajo la Revolución francesa, durante la guerra civil de la Vendée, la Convención proclamó su firme propósito de “exterminar a los bandoleros de la Vendée”, incluida la población civil, para “purgar completamente el suelo de la libertad de esa raza maldita”. Se apreciará la lógica del razonamiento que preconiza el genocidio en nombre de la libertad. Los “comportamientos de exclusión” aliados a una ideología totalitaria conducen, en efecto, a una lógica.
La desconfianza, el miedo o el desprecio hacia el individuo diferente, que viene de una comunidad diferente, practica una religión diferente, habla una lengua diferente, tiene una apariencia física diferente, son sentimientos antiguos y universales. Dan lugar a conductas de exclusión. En el mejor de los casos, de distinción; en el peor, de segregación. Para superar estos sentimientos y corregir estas conductas, cada uno de nosotros necesita una educación, una filosofía política, fruto de una larga participación en la civilización democrática, de una larga impregnación de las mentalidades por una moral humanista y universalista. “Es el racismo lo que es natural, escribe Albert Memmi, y el antirracismo lo que no lo es; este último no puede ser más que una conquista larga y difícil, siempre amenazada, como lo es toda experiencia cultural”. Conseguir que todos hagan suya esta experiencia cultural es un resultado que no es fácil de obtener, rápidamente, en todas partes, y que ciertamente no se logrará tratando de verdugo nazi a todo individuo cuya alma contiene resabios de prejuicios xenófobos o racistas, y que no mantiene con su vecino magrebí o negro unas relaciones tan fraternales y corteses como sería de desear, manifiesta Jean-François Revel.
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