Escribe C. S. Lewis en su libro El problema del dolor que “la causa de que el inmutable corazón divino se pueda afligir por los títeres salidos de sus manos es el libre sometimiento (sólo él) de la divina omnipotencia, realizado con una humildad superior a nuestra capacidad de comprensión. La misma existencia del mundo (que no ha sido implantado en el ser para que nosotros podamos amar a Dios, sino principalmente para que Dios pueda amarnos a nosotros) constituye, visto en un nivel más profundo, un milagro realizado en atención a nosotros. La razón de que Aquél que no puede carecer de nada haya elegido tener necesidad de los hombres reside en que nosotros necesitamos que El nos necesite. Las relaciones de Dios con el hombre, tal como nos han sido dadas a conocer por el cristianismo, están precedidas por un insondable acto divino de pura generosidad, y van seguidas por otro semejante. Ese incomparable don divino consiste en una elección por la que el hombre es sacado de la nada para convertirse en un ser amado por Dios, necesitado y deseado de algún modo por el Ser que, fuera de este acto, no necesita ni desea nada, pues tiene y es eternamente plenitud de bondad. Ese acto dadivoso lo ha realizado Dios por nosotros. Bueno es que conozcamos el amor, pero mejor es, sin embargo, conocer el amor del ser más excelso, de Dios”.
“No niego, como es lógico, que sea correcto en determinadas circunstancias hablar de que el alma se lanza a la búsqueda de Dios, o de que Dios es asilo del amor del alma. Sin embargo, la búsqueda de Dios por parte del alma no puede ser, a la larga, sino una forma o manifestación (Erscheinung) de la búsqueda del alma por parte de Dios, pues todo procede de El. La misma posibilidad de amarle es un don suyo, y la libertad humana es exclusivamente libertad de responder mejor o peor. De ahí que nada separe más radicalmente el teísmo pagano del cristianismo que la doctrina aristotélica según la cual Dios, inmóvil en sí mismo, mueve el universo como el amado mueve al amante. Para la cristiandad, el amor no consiste, sin embargo, en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó.”
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