Darío Sztajnszrajber, filósofo argentino, explica que en el Antiguo Testamento, los nombres de las personas no son casuales. Todo el tiempo, incluso, el texto explica las razones por las que alguien lleva su nombre, o también las razones por las que lo cambia o le es cambiado. Eso supone una relación directa entre el nombre como significante y su significado. Un significado que estaría expresando cierta realidad que hace a la persona o entidad en cuestión. Por ejemplo, Isaac (Itzjak) remite en hebreo a la raíz del verbo reír. Así, el hijo de Abraham y Sara recibe ese nombre ya que Sara se rió cuando le anunciaron proféticamente que cerca de sus cien años iba a poder ser madre, hecho que no pudo consumar durante toda su vida. Ya creyéndose estéril y habiendo consentido que su esposo tuviera un hijo con su criada, es anoticiada de su próximo embarazo y responde riéndose en una respuesta casi de desprecio. Por eso, cuando el niño nace, su nombre remite a esa carcajada. El significado del nombre así, remite. No es casual ni arbitrario, está indicando algo. Como si quien escribiera la Biblia se hubiera decidido por darles a los nombres un lugar singular más allá de ser un mero juego de letras. Y más aún, ya que además a la cuestión ontológica se le añade una dimensión propedéutica; esto es, la faceta explicativa de los nombres que pedagógicamente nos indican que, por ejemplo, aquel es Pedro porque es la piedra desde la que se levantará la Iglesia, o este es Israel porque luchó contra el ángel de Dios. O sea, nombres que no son casuales y además se explican.
El nombre nombra lo más propio, lo que nos identifica. No sé si tiene o no tiene que ver con algo de nuestra naturaleza. Dudo que haya una naturaleza, así como algo cerrado, pero el nombre es lo más singular que tenemos. Es más, mucho de nosotros puede cambiar, pero el nombre siempre permanece. E incluso permanece en la memoria.
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