Mientras la virtud no está formada, la afectividad puede plantear una resistencia al acto bueno, que habrá que vencer. Con todo, el objetivo no es simplemente conseguir vencerla, sino más bien desarrollar el gusto por ese comportamiento. Cuando se posee la virtud, el acto bueno puede seguir costando, pero se hace con alegría, escribe Rodolfo Valdés.
Si nos esforzamos habitualmente en vencer la pereza, llega el momento en que hacerlo nos alegra, mientras que ceder a la comodidad nos desagrada, nos deja un mal sabor de boca, añade Valdés. Paralelamente, a una persona justa, llevarse un producto del supermercado sin pagar no solo le resulta prohibido, sino también discordante con sus disposiciones. Esta configuración de la afectividad, que genera la alegría ante el bien y el disgusto ante el mal, no es una consecuencia colateral de la virtud, sino un componente esencial de ella. Por eso la virtud nos hace capaces de disfrutar del bien.
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