Si tres o cuatro décadas atrás no confiar en nadie con más de treinta años implicaba una especie de rebeldía provocadora, hoy las empresas que lideran nuestro mundo suelen expulsar a sus empleados cuando llegan a esa edad. No precisamente debido a su falta de experiencia sino con el argumento de que están demasiado viejos y por tanto han perdido la espontaneidad y la creatividad inherentes a la sacrosanta juventud.
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