El historiador Keith Jenkins cuenta que hace mucho tiempo, las jerarquías sociales premodernas se sustentaban en la divinidad, la raza, la sangre, el linaje. Lo que entonces determinaba la posición de una persona era su nacimiento y lo que este implicaba. Sin embargo, este orden natural, que una vez dio legitimidad a reyes y aristócratas, fue socavado por la burguesía comercial, financiera e industrial. Para la burguesía los hombres adquirían su valor ya no en virtud de su nacimiento, sino gracias a su esfuerzo; una persona tenía que ganarse su valor a lo largo de la vida, este valor no podía ser un don innato. De aquí que la laboriosa burguesía pronto depositase su propio valor en aquellos objetos externos que expresaban y encarnaban su esfuerzo, la
propiedad privada. Fue desde esta posición desde la cual la burguesía pudo entonces esgrimir dos críticas cuyo objetivo era distinguirse de los demás y destacar su importancia frente a los que no habían ganado ni su riqueza ni su propiedad (los ricos ociosos) y frente a los que apenas tenían nada o carecían de todo (los pobres relativamente ociosos). Sin embargo, esta legitimación fraguada a finales del siglo XVlll y principios del siglo XIX no iba a durar mucho.
Los trabajadores asalariados, quienes ciertamente reconocían que eran pobres pero no ociosos, preferían que se les considerase exactamente del modo en el que iban a ser considerados, como la clase trabajadora. No pasaría mucho tiempo antes de que los trabajadores comenzaran a acusar a la burguesía de ser relativamente improductiva según el mismo concepto de utilidad que la burguesía había empleado contra el antiguo régimen. La idea de utilidad se convirtió así en una suerte de “guía elemental de la explotación”; explotación sobre la que Marx elaboró una interpretación filosófica e histórica mucho más sofisticada para que las clases trabajadoras (el proletariado) comprendiesen su situación.
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