Escribía Stefan Zweig que también el amor ha de ser aprendido, puesto a prueba y experimentado. Nunca o casi nunca, como en el arte, el primer intento da la solución perfecta, esa ley eternamente válida de la psicología, de que una pasión de máximo grado presupone una anterior e inferior como escalón previo, la mostró de manera grandiosa en su obra el mejor conocedor del alma humana, Shakespeare. Quizá el punto más genial de su inmortal tragedia de amor es que no empieza (como lo habría hecho un artista menor y alguien menos conocedor) con la inflamación repentina del amor de Romeo por Julieta, sino, de forma en apariencia paradójica, con Romeo enamorado de una tal Rosalinda. Conscientemente, se antepone un error del corazón a la ardiente verdad, un estadio previo, escolar y medio inconsciente, precede a la maestría; Shakespeare muestra en su espléndido ejemplo que no hay conocimiento sin previa intuición, no hay placer sin previo placer y, para que un sentimiento eleve su llama hasta el infinito, tiene que haber sido excitado y prendido ya una vez. Cuando Romeo se encuentra interiormente en un estado de tensión, porque su alma fuerte y apasionada anhela pasión, la voluntad de amar se tiende al principio de forma tonta y ciega hacia el primer objeto, esa Rosalinda completamente casual, y sólo entonces, cuando se ha vuelto visionario y consciente, cambia ese amor a medias por el amor completo, a Rosalinda por Julieta.
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