La moral sexual había llegado a un punto de cierta degradación cuando la Iglesia Católica se hizo presente en la historia. La promiscuidad generalizada, escribe el satírico Juvenal, era la causa de que los romanos hubieran perdido a la diosa Castidad. Ovidio observaba que las prácticas sexuales se habían tornado en su tiempo especialmente perversas, incluso sádicas, y en Catulo, Marcial y Suetonio encontramos testimonios similares al respecto de la fidelidad conyugal y la inmoralidad sexual. En los comienzos del siglo II, Tácito afirmaba que una mujer casta era un fenómeno raro.
La Iglesia enseñó que las relaciones íntimas debían circunscribirse al matrimonio. E incluso Edward Gibbon, que culpaba a la Cristiandad de la caída del Imperio romano de Occidente, se vio obligado a admitir que los cristianos restablecieron la dignidad del matrimonio.
Impresionado por la rectitud sexual de los cristianos, Galeno, el médico griego del siglo II, los describía tan avanzados en disciplina y con un deseo tan intenso de alcanzar la excelencia moral, que en modo alguno pueden considerarse inferiores a los verdaderos filósofos.
La Iglesia no limitaba el adulterio a la infidelidad de la mujer hacia el marido, como era la costumbre en el mundo antiguo, sino que lo extendía a la infidelidad del marido hacia la mujer. La influencia eclesiástica en este sentido tuvo gran significación histórica, de ahí que Edward Westermarck, historiador de la institución del matrimonio, atribuyera a la influencia cristiana la equiparación del pecado de adulterio. Estos principios explican en parte por qué las mujeres constituyeron el grueso de la población cristiana en los primeros siglos de la Iglesia. Tan numerosas eran las mujeres cristianas, que los romanos llegaron a despreciar el cristianismo, por considerarlo una religión para mujeres. El atractivo encerraba que la fe para las mujeres residía parcialmente en el hecho de que la Iglesia santificó el matrimonio, elevándolo a la categoría de sacramento, y prohibió el divorcio, lo que significaba que ningún hombre podía dejar a su mujer para casarse con otra.
También la autonomía de las mujeres mejoró gracias a la Iglesia católica.Las mujeres hallaron protección en las enseñanzas de la Iglesia, escribe el filósofo Robert Phillips, y se les permitía constituir comunidades religiosas dotadas de autogobierno, un hecho insólito en cualquier cultura del mundo antiguo. Basta observar el catálogo de mujeres santas. ¿Dónde hubo en el mundo mujeres capaces de dirigir escuelas, conventos, universidades, hospitales y orfanatos, al margen del catolicismo?
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