Me contaba un hombre de izquierdas que el no sentía amor por las personas sino por la gente. Sentía compasión por los campesinos famélicos en general, por los niños enfermos y los soldados asustados y los mineros lisiados en general.
No sentía odio contra nadie en particular: tan sólo contra los príncipes, los terratenientes, los capitalistas y los generales.
Alguien se acercó y lo compró.
Lo que compraban no era únicamente el fluir de los trabajos de los hombres. Compraban también la calidad de sus espíritus. Un hombre hasta entonces incorruptible era valioso cuando cedía, aunque no fuese más que porque vendía a la par la confianza de las gentes en él.
Tenía dudas, aunque sabía que la duda era el polvo que Satán tiraba a los ojos para así cegarlo.
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