Él colgaba ahora pesadamente, sin la tensión muscular que antes le mantenía erguido. La cabeza caía sobre el pecho y los brazos, estirados como dos cuerdas flojas. El color morado del rostro se había convertido en lívido. Veía sobre mí unos ojos medio entornados y unos labios entreabiertos entre los que brillaban los dientes… El cuerpo, en el último espasmo, se había retorcido horriblemente. Comparados con la contracción de este cuerpo, los otros dos parecían esculturas griegas. Aquí no había ninguna proporción, ninguna armonía .Como si antes de morir en la cruz hubiera sido atacado por la lepra y la parálisis. Como si todas las enfermedades del mundo se hubieran concentrado en él… En esta muerte no había ninguna dignidad. Era sólo un espeluznante horror que uno sentía deseos de cubrir con algo lo más pronto posible…
Los otros dos aún seguían vivos; los veía ahogarse con las últimas bocanadas de aire… En breve morirían y serían como él. Uno de los consuelos ante la muerte es nuestra fe en su majestad… ¡Pero en realidad no tiene ninguna! Nos morimos en un acto de rebeldía. Toda la desesperación de esta última lucha se pintaba en aquel rostro que colgaba sobre mí.

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