En el capítulo 52 de su Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, Edward Gibbon planteaba una de las grandes hipótesis contrafactuales de la historia. Si los franceses no hubieran derrotado al ejército musulmán invasor en la batalla de Poitiers, en 732, ¿habría sucumbido toda Europa occidental al islam? “Quizás, especulaba Gibbon con su inimitable ironía, hoy se enseñaría la interpretación del Corán en las facultades de Oxford, y desde sus púlpitos se mostraría a todo un pueblo circuncidado la santidad y la verdad de la revelación de Mahoma”. La intención del autor era aquí divertir a sus lectores, y quizás también reírse de su vieja universidad. Sin embargo, hoy se ha completado la construcción en Oxford del nuevo Centro de Estudios Islámicos, que exhibe, aparte del tradicional claustro que caracteriza a todos los edificios de Oxford, una sala de oración con una cúpula y un minarete. Esta involuntaria materialización de la profecía de Gibbon simboliza perfectamente la reorientación fundamental del mundo que constituyó la tendencia subyacente del siglo XX. La decadencia de Occidente no ha adoptado la forma que tenía en mente Oswald Spengler cuando escribió la obra del mismo título poco después de la Primera Guerra Mundial. Lejos de ello, fue precisamente el renacimiento de “los poderes de la sangre” a manos de los “nuevos césares” que anticipaba Spengler, y el ataque que estos lanzaron al “racionalismo de la Megalópolis”, lo que vino a acelerar el declive material, y asimismo, aunque tal vez más importante, el declive moral de Occidente, dirá el historiador Niall Ferguson.
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