Yo, que soy una sustancia finita, no puedo ser la causa de la idea de Dios que hay en mí, de la idea de una sustancia infinita, eterna, inmutable, omnisciente y omnipotente; de ahí concluye Descartes que Dios existe, y que ha puesto en mí la idea de sustancia infinita. Descartes quiere hallar una prueba demostrativa de la existencia de Dios “tan cierta como cualquier demostración geométrica”. Partiendo de la idea clara y distinta de un ser perfectísimo, no deducir su existencia sería negarle una perfección. Así como no puedo pensar un triángulo rectilíneo sin deducir que la suma de sus ángulos es igual a dos rectos, o no puedo concebir una montaña sin valle, de la misma manera no puedo pensar en un Dios inexistente. Esto no significa, aclara Descartes, que tenga que existir la montaña o el valle, sino que dada la primera, no puede ser pensada sin la nota esencial que la define. Es decir, supuesta una montaña, tiene que haber necesariamente un valle. Pero la idea de Dios es especialísima, ya que la nota esencial es la existencia; un Dios inexistente sería una contradicción. Sin el supuesto de la existencia de Dios, sería imposible conocer con evidencia. Ahora que mi razón lo ha hecho necesariamente existente, puedo estar seguro no solamente de mi propia existencia y de la de Dios, sino también de la existencia del mundo material.
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