Musset |
Musset, en las primeras páginas de su La confesión de un hijo del siglo (1836), describe especialmente bien el sentimiento que lo oprime: “Tres elementos constituían la vida que entonces se ofrecía a los jóvenes, tras ellos un pasado destruido para siempre… con todos los fósiles de los siglos del absolutismo; frente a ellos la aurora de un inmenso horizonte, las primeras claridades del futuro; y entre estos dos mundos… algo parecido al océano que separa el viejo continente de la joven América, un no sé qué de vago flotante, un mar turbulento y lleno de naufragios” (Tollinchi 1989, 320). Con la sensación de que los actos heroicos forman parte del pasado y de que las aspiraciones personales están reprimidas por la sociedad, las antiguas ambiciones dejan sitio al vacío y a la preocupación en la mente de los escritores. Los protagonistas románticos están torturados, son frágiles, y están insatisfechos y enfermos de melancolía, tal y como le ocurre al Werther de Goethe o al Stello de Vigny (Stello, 1832). Estos personajes, a los que les cuesta encontrar su lugar en la sociedad, intentan escapar de la mediocridad de la vida real. Entonces, se refugian en la soledad de los largos paseos contemplativos, en la espiritualidad o en el amor, que a la vez se considera un principio divino de comunión con el otro y una fuerza de oposición a las leyes sociales. En paralelo, el yo se catapulta al primer plano. Los escritores reafirman su subjetividad y se vuelven a centrar sobre ellos mismos, lo que les permite explorar su interior, sus sentimientos y sus propias particularidades. Se dice adiós a la razón, a la universalidad, a la objetividad… El sentimiento se erige como valor.
Referencia: El romanticismo de Monia Ouni.
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