La cuestión de cómo y por qué el plan de una guerra de bombardeo ilimitado, preconizado por agrupaciones dentro de la Royal Air Force desde 1940 y puesto en práctica en febrero de 1942 empleando un inmenso volumen de recursos personales y de economía bélica, podía justificarse estratégica o moralmente, nunca fue en Alemania en los decenios que siguieron a 1945, objeto de un debate público, sobre todo porque un pueblo que había asesinado y maltratado a muerte en los campos a millones de seres humanos no podía pedir cuentas a las potencias vencedoras de la lógica político-militar que dictó la destrucción de las ciudades alemanas. Además no puede excluirse que no pocos de los afectados por los ataques aéreos, como se señala en el relato de Hans Erich Nossack sobre la destrucción de Hamburgo, vieran los gigantescos incendios, a pesar de toda su cólera impotentemente obstinada contra tan evidente locura, como un castigo merecido o incluso como un acto de revancha de una instancia más alta con la que no había discusión posible.
Muy raras veces formuló alguien una queja por la larga campaña de destrucción llevada a cabo por los aliados. Los alemanes asistieron con muda fascinación a la catástrofe que se desarrollaba. “No era ya el momento, escribió Nossack, de señalar diferencias tan insignificantes como las existentes entre amigo y enemigo”. Lord Salisbury y George Bell, obispo de Chichester, formularon repetidas veces y de la forma más insistente ante la Cámara de los Lores y para el público en general el reproche de que una estrategia de ataques dirigidos principalmente contra la población civil no era defendible desde el punto de vista del derecho de la guerra ni de la moral. También las instancias militares responsables estaban divididas en su valoración de esa nueva forma de hacer la guerra, dice el profesor W. G. Sebald de la Universidad de Anglia del Este, Inglaterra.
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