miércoles, 25 de abril de 2018

Es necesario leer la historia con curiosidad y desconfianza.


La historia, que debería ser desapasionada, clarividente y justa, también tiene la tendencia a posteriori de dar a quien en la vida real ya recibió en abundancia; también ella se inclina, como la mayoría de la gente, del lado del éxito; también ella engrandece a posteriori a los grandes, a los vencedores, y empequeñece o silencia a los vencidos. Sobre los famosos acumula además la leyenda a su fama real, y cada uno de los personajes grandes aparece en la óptica de la historia casi siempre mayor de lo que fue en realidad, mientras que a los incontables pequeños se les quita lo que se les agrega a los grandes.

Por lo tanto, leyendo a Stefan Zweig, diría que es necesario no leer la historia de un modo crédulo, sino con curiosidad y desconfianza, porque la historia secunda la profunda inclinación de la humanidad a la leyenda, al mito, y, de forma consciente o inconsciente, exalta a unos pocos héroes hasta la exageración mientras que deja caer en la oscuridad a los héroes de lo cotidiano, a los personajes heroicos de segunda y tercera fila. Pero la leyenda, justamente por la seducción, por el brillo de lo completo y perfecto, es siempre el enemigo más peligroso de la verdad, y por eso es nuestro deber examinarla continuamente y acomodar el verdadero alcance a su medida histórica.

Nuestro deber, dice Zweig, será siempre no admirar el poder
en sí, sino sólo a las escasas personas que lo consiguieron de forma honrada y justa. De forma honrada y justa sólo lo consigue realmente el hombre espiritual, el científico, el músico, el poeta, porque lo que ellos dan no se lo han quitado a nadie. El dominio terreno, militar y político de un individuo surge sin excepción de la violencia, de la brutalidad; por lo cual en vez de admirar ciegamente a los vencedores hemos de formularnos siempre la pregunta: ¿por qué medios y a costa de quién triunfa alguien? Porque cuando en lo material, en lo político, surge el gran poder de un individuo, raras veces surge de la nada o de un bien sin dueño, sino que casi siempre es de otros, se les arrebata a los más débiles; casi siempre cada gran aureola tiene sospechosamente un brillo de color sangre.

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