Las palabras tienen un poder de persuasión y un poder de disuasión. Y tanto la capacidad de persuadir como la de disuadir por medio de las palabras nacen en un argumento inteligente que se dirige a otra inteligencia. Su pretensión consiste en que el receptor lo descodifique o lo interprete; o lo asuma como consecuencia del poder que haya concedido al emisor. La persuasión y la disuasión se basan en frases y en razonamientos, apelan al intelecto y a la deducción personal. Plantean unos hechos de los que se derivan unas eventuales consecuencias negativas que el propio interlocutor rechazará, asumiendo así el criterio del emisor. O positivas, que el receptor deseará también, escribe Álex Grijelmo.
Para Grijelmo la seducción de la palabra parte de un intelecto, pero no se dirige a la zona racional de quien recibe el enunciado, sino a sus emociones. Y sitúa en una posición de ventaja al emisor, porque éste conoce el valor completo de los términos que utiliza, sabe de su perfume y de su historia, y, sobre todo, guarda en su mente los vocablos equivalentes que ha rechazado para dejar paso a las palabras de la seducción. No se basa tanto la seducción en los argumentos como en las propias palabras, una a una.La seducción de las palabras no necesita de la lógica, de la construcción de unos argumentos que se dirijan a los resortes de la razón, sino que busca lo expresivo, aquellas “expresiones” que se adornan con aromas distinguibles. Convence una demostración matemática pero seduce un perfume. No reside la seducción en las convenciones humanas, sino en la sorpresa que se opone a ellas. No apela a que un razonamiento se comprenda, sino a que se sienta. La seducción y la fascinación (la primera precede a la segunda), pueden servir tanto para fines positivos como negativos. Pero, en cualquier caso, se producen dulcemente, sin fuerza ni obligación, de modo que el receptor no advierta que está siendo convencido o manipulado, para que no oponga resistencia.

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