Stalin era un heredero, un vencedor, el fundador de un imperio, y murió cuando era más poderoso que nunca, pocos años después de haber sido celebrado al cumplir 70 años como genio universal. Como sucesor de Lenin, Stalin había participado de la gloria de su célebre predecesor. No fue el único aspirante a esta filiación, pero, habiéndola conquistado por la astucia y por la fuerza, hizo de ella una prerrogativa casi indiscutida, eclipsando a sus rivales con su formidable poder antes de reducirlos por el asesinato o el exilio, o por ambos a la vez, como en el caso de Trotski. Su derecho a la sucesión se apoyaba sobre algo firme, el partido único, la ideología bolchevique, el terror y la policía política constituían el legado leninista. Stalin lo integró en un sistema de gobierno asiático, que coronó con el exterminio del campesinado so pretexto de que este era burguesía. Realizó tan bien esa maniobra política que hubiera podido reclamar tanto como el que más su derecho a la idea original, y tal vez con mayor razón, pues su principal carta de triunfo consiste en haber hecho durar ese régimen tan poco hecho para durar; en haber prolongado e incluso reimpulsado la ilusión revolucionaria al mismo tiempo que con ella forjaba una cadena de autoridad primitiva, pero no por ello menos obedecida. Trotski, en quien el hombre de letras pesaba más que el terrorista, casi seguramente hubiese naufragado. El discreto Bujarin hubiese dilapidado el patrimonio familiar en un retorno asaz moderado al capitalismo. Stalin hizo fructificar la herencia, añadiendo a esta su genio político propio, y atemperando al uno con la otra. El georgiano ganó la guerra, transformó la Unión Soviética en imperio y en superpotencia y dio a la idea comunista un resplandor sin precedentes. Su gobierno conoció entonces la respetabilidad que dan la victoria y la fuerza; su persona fue objeto de reverencia universal, y llegó a ser temido por doquier, incluso por quienes lo idolatraban. El Estado soviético se encontró en una posición más estable, no porque fuese menos arbitrario o menos despótico o porque hubiera cesado la represión de las masas; esta, por el contrario, se renovó; pero la tribuna del Kremlin presentaba a los mismos dirigentes en cada aniversario de Octubre, y la maquinaria burocrática adquirió un barniz moderno que no había tenido antes de la guerra un partido a la vez todopoderoso, y sin embargo diezmado sistemáticamente por un grupo mudable de fieles en torno de un jefe de grupo imprevisible. Así, todo contribuía a hacer creer que el día de la desaparición de Stalin la transmisión del poder soviético se efectuaría de manera menos dramática y menos conflictiva que después de la muerte de Lenin.
Su única obsesión fue conservar el poder y, para empezar, la vida, frustrando las conjuras que su desconfianza paranoica no dejaba de ofrecerle a su imaginación. En su vejez de potentado conservó las costumbres del conspirador y del aventurero, reforzadas por el hábito del poder absoluto. Vivía rodeado de guardias y soldados, no hablaba casi nunca en público, cambiaba de residencia y de itinerario, y hacía que otros probasen los platos que salían de su propia cocina. Ni siquiera su séquito más cercano y más antiguo, fuese político o familiar, estuvo libre de sus sospechas.El fiel entre los fieles, Mólotov, cuya mujer ya había sido arrestada, parecía ser la próxima víctima. El descubrimiento de la conjura de los médicos judíos, en enero de 1953, puso de manifiesto la vigencia intacta de los resortes del régimen, la ideología y el terror.
Referencia: El pasado de una ilusión (François Furet)
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