Miguel de Unamuno |
“Nadie, dice Miguel de Unamuno, ha logrado convencerme de la existencia de Dios; pero tampoco de su inexistencia. Los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futileza mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, quiero creer en Él, es ante todo porque quiero que Dios exista, y, después, porque se me revela por vía cordial en el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa del corazón.”
Comenta uno de sus biógrafos que lo que le faltaba a Unamuno, y él mismo lo reconoce repetidas veces, es humildad, entrega, que es el camino seguro de la gracia. Y él lo sabía bien. Pero estaba poseído de sí mismo y no renuncia a su engreimiento, a su postura beligerante ante Dios y ante la razón y la vida. En el fondo de su corazón y de su pensamiento, aun en las crisis de sus más rotundas negaciones, siente una prevención anhelante de Dios. Lo que le sucede es que no da un margen de confianza, de crédito suficiente a Dios; y le apremia, pero con orgullo; quiere desentrañarle, interrogarle contradictoriamente, polemizar con él y hacerle a imagen y semejanza de él, Miguel de Unamuno. Dialoga con Él y le arguye, como Job; pero no se le rinde fácilmente como Job, que, al fin, reconoce y acata sus designios ocultos. Él, Unamuno, quiere que Dios tenga razón, pero quiere que la tenga porque se la da él, Miguel de Unamuno.
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