Es necesario constatar la enorme magnitud de la batalla de Lepanto, sin duda uno de los mayores combates navales de la historia en cuanto al número total de buques y hombres enfrentados. De hecho, teniendo en cuenta estos criterios, sólo dos batallas pueden comparársele, y las dos fueron muy anteriores en el tiempo: la de Salamina, que enfrentó a griegos y persas en el año 480 a. C., y la de Actium, en la que lucharon los partidarios de Marco Antonio y Cleopatra, por un lado, contra los de Octavio, por el otro, en el año 31 a. C. En la primera fueron setecientos ochenta los buques y en torno a 165.000 los hombres enfrentados; en la segunda, seiscientos treinta buques y unos 250 000 hombres. Las dos fueron grandes batallas, y las dos enormemente decisivas, ya que la primera salvó la civilización occidental, representada entonces por Grecia, de su aniquilación a manos de los persas, y la segunda decidió el destino, también occidental, del mayor Imperio de la Antigüedad. Lepanto fue, desde luego, como estas, una gran batalla. Lepanto supuso sin duda el canto de cisne de una forma de lucha naval que había ya comenzado a quedar desfasada frente al combate entre naves mancas, galeones primero, navíos de línea más tarde, de costados poderosamente artillados, como bien demostraría el duque de Osuna el 14 de julio de 1616, en la batalla de cabo Celidonia, al derrotar con sus cinco galeones nada menos que a cincuenta y cinco galeras turcas.
Una derrota cristiana habría abierto las puertas de Occidente a los turcos. Sin galeras para protegerlas, las flotas otomanas se habrían apoderado primero de Creta y luego del resto de las posesiones venecianas en el Adriático, para ocupar después la propia Venecia, forzada a defenderse a la desesperada dentro de su pequeña laguna. Todas las islas importantes del Mediterráneo occidental (Malta, Sicilia, las Baleares) habrían caído una a una, regalando a las flotas otomanas valiosas bases desde las que lanzar ataques posteriores contra la tierra firme. La misma Italia, sin la protección de las escuadras españolas de Nápoles y Sicilia, habría caído más tarde en manos turcas. El Imperio otomano construyó una gran flota, pero no hizo con ella nada más que conservar lo que ya tenía, mientras se veía obligado a prestar atención a lo que sucedía en sus fronteras orientales amenazadas por los persas. Del mismo modo, la Monarquía Hispánica se olvidó del Mediterráneo para volver la cabeza hacia el Atlántico en el que, cada vez más, se decidía el futuro de la humanidad. Pero si España lo hizo fue porque podía hacerlo, pues los turcos ya no eran una amenaza.
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