El Estado actual es cada vez menos capaz de prometer seguridad existencial a sus súbditos (“liberarlos del miedo”, como lo expresó célebremente Franklin Delano Roosevelt al invocar su “firme creencia” de que “lo único que debemos temer es el temor mismo”) y está cada vez menos dispuesto a hacerlo. En una medida que crece a ritmo constante, la tarea de lograr seguridad existencial (obtener y retener un lugar legítimo y digno en la sociedad humana y eludir la amenaza de la exclusión)se deja librada a cada individuo para que la lleve a cabo por su cuenta, valiéndose sólo de sus habilidades y recursos; y ello implica correr enormes riesgos y sufrir la angustiosa incertidumbre que inevitablemente entraña tal cometido. El miedo que la democracia y su retoño, el Estado social, prometieron erradicar, ha retornado para vengarse. La mayoría de nosotros, desde los estratos más bajos hasta los más altos, tememos hoy a la amenaza, por muy inespecífica y vaga que se presente, de ser excluidos, de no estar a la altura del desafío, de sufrir desaires, de sentirnos humillados y de que no se nos reconozca la dignidad, escribe el filósofo Zygmunt Bauman.
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