Vivir en la patria significa que lo ya conocido vuelve a acontecer con mínimas variaciones. Esta vida puede conducir a la desolación y a la marchitez espiritual en el provincianismo, si sólo se conoce el propio terruño. Pero si nos niegan nuestro lugar de origen, sucumbiremos al caos, la turbación y la dispersión. En un país extranjero, podemos sentirnos hasta tal punto en casa que al final logremos incluso identificar social e intelectualmente a los seres humanos según su modo de hablar, sus facciones y sus ropas, reconocer a primera vista, frente a un edificio, factores como edad, función y valor económico, relacionar sin esfuerzo a los nuevos conciudadanos con su historia y folclore. Con todo, incluso en el caso favorable de que el exiliado llegue al nuevo país ya como adulto, el desciframiento de los signos no es una reacción espontánea, sino un acto intelectual que exige cierto esfuerzo espiritual. Sólo aquellas señales que hemos recibido muy precozmente, que hemos aprendido a interpretar al par que tomamos posesión del mundo externo, se convertirán en elementos constitutivos y permanentes de nuestra personalidad; así como se aprende la lengua materna sin conocer su gramática, nos familiarizamos con nuestro lugar de origen, escribe Jean Améry.
Y añade Améry que la lengua materna y la tierra natal crecen con nosotros, arraigan en nuestro interior y crean esa sensación de familiaridad que nos garantiza la seguridad.
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