Cuando el egoísmo antepone su interés a la labor realizada, está negando la realidad de las formas inacabadas. La realidad, para él, se reduce a lo que su deseo o capricho le permita obtener, aquí y ahora. No aspira a supeditar su yo a algún fin, sino al revés, a subordinar el fin a su persona. Con esta inversión de funciones es imposible abordar racionalmente nada, ya que sólo cuando el trabajo se define por la calidad de su ejecución es posible recompensarlo racionalmente. Sabemos cómo recompensar al carpintero por su obra de carpintería; lo que ciertamente no sabemos hacer es recompensar al egoísta que sólo produce sentencias sobre su propia y exaltada valía. Y nada más alejado de la racionalidad filosófica que el trabajo reconocido únicamente como el resultado de una enconada lucha de poder, escribe Weaver.
La primera traición a la sociedad por parte de la burguesía se produjo cuando ésta abrazó el capitalismo financiero, y ahora los trabajadores amenazan con traicionarla haciendo suyo un dogma que ve en el trabajo tan sólo provecho y beneficio, nunca deber y honor, dice Weaver. Asombrarse de que esto sea así parecerá lamentablemente poco realista a quienes no aceptan que el sentimiento que inspira la totalidad es el único método efectivo para juzgar los valores. Pero algún día podrá verse que el mayor daño infligido a nuestra época ha sido este rechazo de establecer las necesarias relaciones entre esfuerzo y recompensa.
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