Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus, dice que, “tanto a nivel de naciones, como de relaciones internacionales, el libre mercado es el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades”. Juan Pablo II concluiría lo siguiente: “¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá este el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil? La respuesta obviamente es compleja. Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de economía de empresa, economía de mercado o, simplemente, de economía libre”.
La economía libre era el camino de los países pobres, pensaba Juan Pablo II. Pero, más allá de ello, ¿se puede decir que el libre mercado es del todo ajeno a la tradición católica? Para nada. Fueron sacerdotes españoles quienes sentaron las bases del liberalismo económico moderno. En su libro Raíces cristianas de la economía de libre mercado, Alejandro Chafuén realizó un completo estudio del pensamiento escolástico tardío que se extendió entre los siglos XIV y XVI, concluyendo que en este se encuentra abundante material a favor del libre mercado. Así, el sacerdote Domingo de Soto, de la orden de los dominicos, diría que la propiedad común inevitablemente “perturba la paz y tranquilidad entre los ciudadanos”; por su parte, el fraile Tomás de Mercado haría una férrea defensa
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Tomás de Mercado |
de la propiedad privada y del interés propio diciendo que “no hay quien no pretenda su interés y quien no cuide más de proveer su casa que la república”, y que, como consecuencia“las haciendas particulares van adelante y crecen, las de la ciudad y consejo disminuyen, son mal proveídas y peor regidas”. Esta es la crítica más tradicional que realiza el liberalismo clásico a lo estatal por ineficiente y corrupto, precisamente porque, al no haber interés individual y jugar con recursos ajenos, no existen en el ámbito estatal los incentivos para funcionar
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Francisco de Vitoria. |
bien. El dominico Francisco de Vitoria, impulsor de la célebre corriente de pensamiento llamada Escuela de Salamanca, diría incluso que “si los bienes se poseyeran en común, serían los hombres malvados e incluso los avaros y ladrones quienes más se beneficiarían”, porque “sacarían más y pondrían menos en el granero de la comunidad”. El eclesiástico Pedro Fernández de Navarrete escribe que “de los altos impuestos se ha originado la pobreza”, haciendo imposible a las personas sustentar su vida y las de sus familias y llevando a abandonarlas. El jesuita Juan de Mariana manifiesta que los funcionarios estatales buscaban mejorar su patrimonio a expensas del resto, y que, por lo mismo, buscaban extender el poder del rey, es decir del Estado. Este afán de incrementar el poder del Estado terminaba degenerando en “tiranía”, según Juan de Mariana. Estos tiranos, agregaba, “agotan los tesoros de los particulares, imponen todos los días nuevos tributos, siembran la discordia entre los ciudadanos, ponen en juego todos los medios posibles para impedir que los demás puedan sublevarse contra su acerba tiranía”, y añade que “debe ante todo procurar el príncipe que, eliminados todos los gastos superfluos, sean moderados los tributos”.
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