El rey Midas pensó que si llegase a ser inmensamente rico su felicidad estaría asegurada. Por ello hizo un pacto con los dioses, quienes tras regatear mucho rato le otorgaron su deseo, que todo lo que tocase se convirtiera en oro. El rey Midas pensó que había hecho un gran negocio. Nada le impediría ahora llegar a ser el hombre más rico y, por lo tanto, el más feliz del mundo. Midas pronto tuvo que lamentar su acuerdo, porque el alimento en su boca y el vino en su paladar se convertían en oro antes de que pudiese darles un bocado, así que murió rodeado de platos y tazas doradas. La vieja fábula sigue repitiéndose a través de los siglos.
Mihaly Csikszentmihalyi. |
Cuenta Mihály Csíkszentmihályi, profesor de psicología en la Universidad de Claremont y fue jefe del departamento de psicología en la Universidad de Chicago y del departamento de sociología y antropología en la Universidad Lake Forest, que las salas de espera de los psiquiatras se llenan de pacientes ricos y con éxito que, al llegar a sus cuarenta o cincuenta años, se dan cuenta de repente de que una casa en las afueras, los automóviles caros e incluso una educación en Ivy League no son suficientes para tener paz mental. Pero la gente todavía tiene la esperanza de que cambiando las condiciones externas de su vida hallará la solución de sus problemas. Si pudiesen ganar más dinero, estar en mejor forma física o tener una pareja que les comprendiese más, realmente serían felices. Aunque reconozcamos que el éxito material no trae consigo la felicidad, nos enzarzamos en una pugna interminable por alcanzar metas externas, esperando que con ello mejore nuestra vida.
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