domingo, 24 de junio de 2018

El yacimiento de Cristo según Mantegna.


El yacimiento de Cristo es un tema poco frecuente; quizá porque es considerado un momento de íntima transición entre el sacrificio y la gloria. Pero posiblemente es el momento más humano de Cristo. No hay otro en el que esté tan desprotegido, más allá de la heroicidad de la Pasión y lejos todavía del instante dorado de la Resurrección. Incluso para el teólogo más avezado resulta difícil saber dónde reside la divinidad de este organismo inerte. El creyente puede aceptar la realidad de un Dios autosacrificado que luego revive. Pero el auténtico misterio está en el tramo intermedio. Ahí reside la más honda grandeza de la historia. Hay un momento crucial en el que Cristo ha abandonado su naturaleza divina y aún no la ha vuelto a recuperar. Es un cadáver en la fría mesa de disección, parecido a todos los demás cadáveres que yacen sobre la superficie rígida que ha tendido la muerte. Es sólo un hombre, y acaso sea éste el instante en el que se pronuncia Ecce homo. Creo que Mantegna, dice Rafael Argullol, es el primero en adivinar la condición única, mágica, de este instante de la Pasión. Dios está ausente de esta escena en la que las santas mujeres lloran su impotencia y su dolor. Pero, como contrapartida, la presencia del Cristo humano lo llena todo, un pobre cadáver que se apodera del universo. Mantegna intuye genialmente que tan sólo la profundidad espacial puede aproximarle a un misterio que concierne a la eternidad y, por tanto, al tiempo.
 Autorretrato de Andrea Mantegna 

El Cristo yacente ocupa un lugar singular en la pintura religiosa de Mantegna, el cual, al parecer, nunca quiso desprenderse de esta obra. El sufrimiento de las santas mujeres que lloran sobre el cadáver es la continuación atemperada del violento dolor expresado por ese mismo grupo femenino de la Crucifixión. Pocas pinturas renacentistas acogen un desespero semejante, reflexiona  Argullol,  con especial énfasis en la actitud vencida de la Virgen María. Entre el Cristo colgado en la cruz de la Crucifixión y el Cristo yacente apenas hay un territorio para la santidad. Sí lo hay, en cambio, para el inconformismo y la rebeldía. El punto de vista adoptado por Mantegna es completamente invasor y casi sacrílego, sigue contando Argullol, Cristo ha sido reducido a su naturaleza humana. Mantegna parece insistir, además, en el hecho de que es precisamente esta reducción la que otorga una especial grandeza a su personaje. El hombre que yace ante los ojos del espectador ha sido enfocado desde el ángulo más terrestre. El primer plano, los pies desnudos y horadados y, a partir de ellos, una abrupta perspectiva hacia el torso y la cabeza. Si el espectador se niega a jugar al juego de la perspectiva le aparecerá un hombre aplastado, deforme, hinchado, alejado por completo de la gracia de Dios. Aun aceptando el juego, es un cuerpo de difícil belleza, representado desde el ángulo menos favorecedor, en abierto contraste con la tradición estilizada occidental que culminará Velázquez. Fijémonos en la cara, tan extraña a la terrible contorsión del Cristo de Grünewald como al rigor mortis del de Holbein. Mantegna nos regala a un hombre que duerme, pero no plácidamente sino tenso y descontento. No hay muestras de la serenidad que debería haber en la cara del Redentor, una vez culminado su sacrificio. De nuevo, la suya es una hermosura enormemente difícil. Como la que se ve en las salas de disección.

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