La administración de Bush no se equivocaba al reconocer importantes paralelos entre el radicalismo yihadista y las religiones políticas del siglo XX. Cualesquiera que fueran las diferencias entre la “piadosa crueldad” de los islamistas y las tiranías ateas del siglo XX, ambas corrientes ideológicas detestaban la democracia burguesa y repudiaban la ley moral en nombre de aspiraciones y objetivos ostensiblemente más sublimes.
Mahoney escribe que con su abierto desprecio a la
racionalidad, a la sociedad civil y a la moralidad ordinaria, como también hacia corrientes menos virulentas dentro del islam, el extremismo yihadista apela a los marginados y a los desplazados, a aquellos que han sido arrancados por el torbellino de la globalización. Sin embargo, nunca atraerán la simpatía de los intelectuales occidentales, como lo hizo el comunismo durante la larga crisis social que dominó la primera mitad del siglo XX.
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